miércoles, 4 de marzo de 2009

Aquel día fui yo…

Recuerdo una tarde antes de la cena en la que oí un revuelo en las habitaciones seguidas a la mía. Los niños enfermos, que allí aislaban desde después de verano para no contagiar al resto, no podían ser por que el ala oeste de la casa ya estaba reformada y los habían trasladado allí, dejando mi corredor más silencioso, oscuro, solitario y triste que de costumbre…

Tras la cena, volví a oír el sonido de una dulce voz femenina y adulta, y la risa amable y sincera que ya había oído en otra ocasión. Era la pequeña María. Esas risas nunca me las había dedicado a mí pero pude reconocerlas. La persona que le acompañaba era su mamá que tras tres días de camino en bus, tren y coche logró abrazar a su hijita. No se repetía ese hecho desde antes de verano, con suerte, no más de un año.

La mamá de María vive en la “República de Ingusia”. Son pequeños países que pertenecían a la Unión Soviética y que se sitúan al sur de Georgia. En ese momento, la situación política y social de su país había obligado a la familia de María mandarla a un internado a más de 2000 kilómetros de su hogar, lejos de su padre (que constantemente abandonaba su casa por tener que servir a su país en las amenazas de guerra), sus dos hermanos mayores (9 y 13 años, pero ya eran útiles para trabajar) y lejos de los abrazos de su mamá.

Yo siempre había pensado que esa niña era feliz; tenía 6 años y siempre estaba riendo con sus amigas entre juegos y canciones. Pero esos días comprobé que la felicidad se reflejaba con otra cara en sus ojitos…ahora, ahora sí era feliz.

Una noche, cuando los niños ya estaban en la cama y yo regresaba de mi vagabundeo por los largos pasillos del colegio, me encontré a la mamá de María perdida por los pasillos de ese gran laberinto, cuyas luces parecen fundidas a partir de ciertas horas. Buscaba un poco de agua caliente para tomar un té. Nadie le había ofrecido ni una sola mísera taza de agua caliente. En el internado le dejaron cobijarse en las habitaciones donde dormían los enfermos mientras las otras estancias se reformaban. Habitaciones con muy pocas condiciones saludables; no era raro dormir con ratas recorriendo los bajos de tu cama o tener como agua una especie de líquido de color marrón semitransparente…

Esa noche, no me dio la gana de que esa señora se quedara sin un “lujo” que a otras personas sólo le costarían unos minutos (aunque allí parecía que les costaba casi la vida): una taza de agua caliente para hacerse una infusión. Todavía a regañadientes una cuidadora me calentó un poco de agua en una tetera eléctrica (ni siquiera pagaba ella la electricidad) y esa noche tuve el gusto de tomarme una taza de té con la mamá de María.
Pensé que era una buena ocasión (mejor que ninguna otra) para sacar el té de bayas moradas que meses antes había comprado con la intención de invitar a mis futuros amigos una tarde de esas (¿amigos?)

Pasamos muchas horas hablando cada vez más alucinadas, tanto la una como la otra; por que hay que tener en cuenta que yo chapurreaba el ruso pero no tenía nivel para ir más allá del “yo me llamo…” “vivo en…” “soy española…”, y ella sólo hablaba ruso y el dialecto de su país. Hablamos de lo difícil que es para ella dejar a sus dos hijos, tal y como está su país, para ver a su hija (en teoría a salvo de guerras); pero claro, ella no podía vivir más tiempo sin abrazar a su hija y sin saber casi nada de ella. Durante el tiempo que no se ven, los recursos económicos son tan escasos que no se pueden permitir conferencias telefónicas de tan larga distancia (ni siquiera tienen teléfono). Yo no puedo imaginar la angustia de esa madre sin tener la certeza de cómo está su hija a tantos kilómetros.

Entre unos de sus comentarios, de eso si me enteré, dijo: “y yo, hablando con una española, ¿quién me lo diría?” Y le noté ilusionada. La ilusión de cuando les hablas de hadas a los peques (y no tan peques)…una ilusión inocente, verdadera…de esas que no hace falta hablar para que se sepa, pues en su cara se refleja todo….

Y me sentí feliz. A esa señora, le hubiese hecho igual ilusión hablar con una sueca, una francesa, una…al fin y al cabo con una extranjera; lo sé, pero es que da la causalidad de que esa extranjera, en ese momento, fui yo, y que además participé de esa ilusión como si fuese mía…

Días después, pensándolo, me sentí infeliz por lo egoísta que era. Hasta mi encuentro con la mamá de María, me sentía la más “triste” de Interdom, no me daba cuenta que el estar allí era mi elección, era algo voluntario y que, sin embargo, más de 450 niños no tenían otra forma de vivir sino era de esa manera.

El último día, cuando se despedían, yo estaba delante. María escuchó atenta a su mamá. En un momento de su conversación, me señaló a mi (yo no entendía nada), María solo me miró y siguió escuchando a su mamá. En la verdadera separación yo no estuve (menos mal) y no sé que pasó aunque me lo imagino…esa tarde, Maria la pasó entera abrazada a mi. Hecho curioso por que antes de venir su mamá, no se me había acercado a menos de un metro, ni siquiera consentía que le tocara la cabeza; pero desde esa misma tarde, en los ratos que los peques podían estar más “sueltos” (parecían estar atados con correas) María no se separaba de mi.

Lo recuerdo como si hubiese pasado este enero. Sin embargo, es un recuerdo, que me ha costado sacar del saco de Rusia. Poco a poco espero sacarlos todos, sino es para compartirlos, al menos espero que sea para pasearlos por la zona “consciente” de mi memoria.

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