Casi al terminar la cuesta más empinada se aglomera un grupo de amigos que de lejos puede intimidar pero que como no se mueven de allí no te queda otra que pasar por su lado. Antes de llegar a ellos de forma muy esporádica pequeños duendes se han camuflado en forma de arbustos… suena muy fuerte el viento… me susurra, me impulsa en el último tramo…quiere decirme algo pero no me doy cuenta.
Hay mucho movimiento, hay mucho jaleo, difuso jaleo… pero la noche está en calma, está templada. El viento sopla contra mí pero no me siento débil, me siento arropada. Sigo sin darme cuenta de que me quiere decir algo.
Cuando las cuatro paredes donde vivo me achuchan y llenan el espacio de bochorno para asfixiarme (aún siendo pleno invierno y abriendo las ventanas), salgo con poco abrigo a respirar. Salgo a sentir ese aire en las manos, en la cara, incluso en los pies cuando me atrevo a salir con sandalias.
Esta noche ha vuelto a decirme algo. Esta vez les oí, pero no sé que me han dicho. Con una extraña, pero no incómoda sensación, me siento empujada a entrar en el corrillo de árboles que veo no muy lejos pero sí muy oscuros. Una rama me invita a entrar. Accedo a ser empujada y me dejo llevar.
Intentan llevarme al centro. Se manifiesta en mí cierto pudor por mirar hacia el cielo y verme envuelta en ellos. Después, todo sucedió lentamente; difuso, pero lento. Me embargó una desazón y unas tremendas ganas de llorar. Sigo mostrando respeto por entrar al círculo. Algo dentro de mí, no me dejaba tocar el tronco. Decidí afrontarlo paso por paso: primero las puntas de los dedos, después la palma, las dos manos…tocar el nudo, sentir la energía… Al regresar a las cuatro paredes, la pesadez había desaparecido.
Los árboles me han hablado a través de la energía y ha sido muy bonito, pero a la vez muy frustrante. Es una sacudida interna similar a lo que sentir cuando rompí la guitarra a golpes contra una roca. Es…difícil de explicar.
Caen, Enero de 2009